Por Manuel Alvarez. 24-X-2007
En el marco de la Real Academia de Medicina, en la mañana del 20 de Octubre de 2007, coincidí con un gran amigo y compañero de carrera, Jaime Muñoz Conde, pediatra sevillano. Acudía él a un acto profesional de su especialidad y yo al ingreso en ASEMEYA (Sociedad de Médicos Escritores y Artistas) del Dr. Mateo Navajas, como acto de clausura de las III Jornadas de Humanismo y Medicina: Alimentación y Cultura. Dos eventos dispares pero coincidentes por su celebración en la dignísima y sevillana Casa de los Pinelos.
Y en ese cruce de caminos vitales, aludiendo a mi reciente libro “El Síndrome del Perfeccionista: el Anancástico”, Jaime me dice algo así: “Desde que se lo escuché al Profesor Guija, no he vuelto a oír hablar de anancasticismo hasta conocer tu libro”.
Lógicamente, me interesé en la anécdota. Nos sentamos y me contó:
“Recuerdas, Manolo, que mi padre era, por aquellos años, médico de mi pueblo, Fuentes de Andalucía. Y esa relación, unida a mi condición de estudiante de cuarto de Medicina, otorgaba un cierto prestigio sanitario a mi persona. Por eso, unos vecinos acudieron a consultarme su enorme preocupación. Encabezaba la comitiva el marido de Isabel al que seguía la madre, hermanos y vecinos. Y es que Isabel, preocupaba por su conducta anómala y difícilmente comprensible, pero aun más, por lo que el experto había diagnosticado.
Isabel había llegado hasta la consulta del mismísimo Catedrático de Psiquiatría de aquel entonces, el Profesor Eduardo Guija Morales, creador y cabeza de una egregia zaga de psiquiatras en el Hospital de la Macarena.
El Profesor Guija, como recordarás, nos impartió las asignaturas de Psiquiatría y Medicina Legal en aquellos años sesenta.
Pues tras una cuidada consulta con preguntas y observaciones, el Dr. Guija emitió un severo y extraño diagnóstico que, ni la paciente ni el grupo familiar entendió ni recordaba, era -además- una palabra muy rara.
Por eso acudieron a mi, con ansia y solemnidad, para que investigase en el oscuro diagnóstico. Y me arriesgué, con audacia, hacia el solemne despacho del Profesor Guija que me recibió con su habitual majestuosidad. Le expuse el encargo traído desde mi pueblo. Tras consultar la historia, ante mi asombrada ignorancia, el Profesor Guija espetó: Isabel, su paisana, padece un problema del círculo anacástico.
Sin salir de mi extrañeza, transmití el mensaje diagnóstico expresado con tonalidad desdramatizadora a Isabel y su familia, que se tranquilizaron al descubrir que no se trataba de algo grave o enloquecedor como sospechaban por la rareza del diagnóstico y el sufrimiento vivido por la paciente.
Me agradecieron la gestión y el hecho quedó grabado en mi memoria para ser por ti, Manolo, despertado”.
He querido recoger, recrear y escribir esta anécdota que se hace más meritoria por la escasez de citas de la época sobre al Anancasticismo.
A Dios gracias, y a ti Jaime, por hacerme llegar esta ingenua satisfacción profesional y personal.