Por Juan García Pérez. Profesor Universitario en Letras
El libro El síndrome del perfeccionista me parece un gran acierto. Esta publicación pertenece a un tipo de textos que tiende a pecar por uno de dos extremos: o ser excesivamente científicos (y no servir más que para los especialistas), o ser excesivamente divulgativos (y carecer del rigor oportuno). El gran acierto de éste ha sido, según creo, lograr un justo punto medio. Lo que más me ha gustado —y quizás en esto se diferencia también de la literatura más frecuente sobre el tema— ha sido el elogio de la perfección a la que apunta desde su Introducción y que constituye el tema del último capítulo: esto es, el planteamiento de la felicidad (la auténtica “vida buena”, que sabe navegar entre alegrías y sinsabores) como lugar de llegada de toda persona, y también del anancástico, siempre que aprenda a gobernarse.
Pienso que la palabra más adecuada para designar la patología de la que se trata (aunque se presente bajo diversas formas e intensidades) es precisamente ese término culto de “anancasticismo”. El vocablo procede de una raíz de la lengua griega (‘ank-’, reforzada por la preposición ‘aná’, hacia arriba) que usaron los antiguos helenos en palabras como ‘anankázo’ (forzar), ‘anánkasma’ (obligación), o ‘anankastérios’ (forzado), entre otras. Fácilmente se viene a la cabeza otra palabra griega: ‘ánkyra’, que pasó al latín como ancora y vino a dar en español “ancla”. Esta última es también casi onomatopéyica.
Pues bien, la raíz de estas palabras (ancla, anancasticismo) es la misma, y debió de existir hace miles de años en la lengua indoeuropea de la que surgieron el griego, el latín y la mayor parte de las lenguas de culturas actuales. Su significado debió de ser algo así como “curva o gancho”.
Y este es el núcleo de la patología. El enfermo es como una barca anclada en la meticulosidad de su pensamiento, en la reiteración de sus ideas, y a veces de sus acciones, a las que puede verse llevado de manera compulsiva. Es más o menos consciente de esa especial forma suya de ser, pero no puede evitarla. Le hace sufrir. Pero, por otro lado, no piensa en serio que sea una enfermedad. O, si lo fuera, no es posible cambiar; o quizás mejor esto, que ser descuidado; o hay mucha gente así; o sus ideas resultarían tan raras como inconfesables; o, por el contrario, a fin de cuentas no es para tanto, son tonterías, y por eso mejor no hablarlo con nadie. Es típico un afán de seguridad que se da la mano con una desconfianza genérica y que, por otra parte, puede presentarse en personas de muy buenos sentimientos. No es extraño, además, que este individuo hiperresponsable y cumplidor que es el anancástico, sea presa fácil de personas sin escrúpulos en el ámbito social o profesional, lo cual confirma su desconfianza general.
Pienso por eso que la clave para la mejora de estos trastornos está muchas veces en que haya alguien en quien el anancástico confíe plenamente. Detrás de un anancástico bien compensado hay muchas veces un cónyuge generoso, una hija, un magnífico amigo, o un profesional de la salud. Por otra parte, a veces es necesario el recurso a las medicinas. Y ocurre que algunos pacientes (quizás los más difíciles) las rechazan de plano. Para otros, sin embargo, supone un alivio conocer que existen carencias neurológicas de tipo químico —ajenas a la voluntad del paciente— que cursan de manera concomitante con el desorden conductual del anancástico (y de otras patologías cercanas), y que es posible subsanarlas con determinados medicamentos. Lo rematadamente triste sería que no existieran medicinas.
El síntoma más claro con el que comienza la mejoría —bajo mi punto de vista— es la aparición del buen humor. Un buen humor peculiar, no la euforia estentórea, sino la sonrisa ante la vida, ante los propios límites y los de los demás. Este es el camino que lleva al mejor de los síntomas: la capacidad de perdonar y de dejarse perdonar (lo que es distinto, claro está, de dejarse engañar).
Se llega así, a la aceptación de uno mismo, de una misma, tal cual se és. La correcta aceptación de sí mismo no consiste en abandonarse a las tendencias propias naturales (sean perfeccionistas, narcisistas o dominantes), sino comprender que no nos han sido dadas para nuestro mal, sino para nuestro bien, y aprovecharlas correctamente. La base de la curación está en lograr por sí o con la ayuda de otros, una nueva mirada hacia la realidad circundante.
La búsqueda de la perfección, de lo mejor para la propia vida y la de quienes nos rodean, no es un valor negativo, si está convenientemente encauzada, y puede ser fuente de satisfacción y plenitud de vida. Porque, además, entre los temperamentos anancásticos, bien compensados, pueden encontrarse personas maravillosas, competentes profesionales, padres o madres dotados de capacidad de entrega y compromiso, y con una gran sensibilidad para la atención de las necesidades de los demás sin el enorme desgaste, que conlleva la descompensación de la personalidad anancástica. En contra de lo que el anancástico piensa, no es difícil —cuando son conocidos de cerca— que su carácter despierte la estima de quienes le rodean, y que sepan dar y aceptar amistad de manera razonable pero profunda. Consiguen así una fecunda y satisfactoria instalación en su entorno, que difícilmente, cambiarían por una vida de mayor relumbre pero menos gratificante.
Este logro es también —con razón— uno más, de los motivos de satisfacción y felicitación para los profesionales de la medicina que saben, pueden y quieren hacerlo, pese al esfuerzo, y constancia necesarios.