Por Bernardo Perea Morales. Catedrático Jubilado de Griego
No leía yo un libro de temas médicos desde el año 1944. Nada extraño: mi oficio era enseñar Griego y cultura griega. En aquél libro –“Hojas del archivo de un cirujano”, de Harpole, encontré un caso que atrajo especialmente mi atención. Un combatiente de la Guerra de1914 había quedado ciego en el frente al explosionar junto a él una bomba, Lo curioso es que no aparecía en sus ojos ningún rastro de lesión anatómica ni funcional. El buen Harpole tuvo una inspiración: reproducir las condiciones que recordaba el “ciego”, a partir de las cuales perdió la visión. A tal efecto, el médico se las arregló para que, en su consulta, pudiera, mediante un solo interruptor, producir una momentánea luminosidad tan intensa que se asemejara a la luz concomitante con la explosión del proyectil y, a la vez, un fuerte estampido similar al de la bomba. Al suceder ambos hechos –luz y ruido- el enfermo se tapó con las manos los ojos. Estaba curado. Era una “ceguera” funcional que demostraba la íntima dependencia entre lo psíquico y lo somático.
Otro caso, este de un amigo septuagenario que caminaba por los sevillanos Jardines de Murillo. Tropezó y cayó al suelo con gran susto de los viandantes que se acercaron a él temerosos de tener que llevarlo a una clínica para que le arreglaran los huesos que se habría roto. No fue así; nuestro amigo se levantó indemne. Lo atribuía a que su sistema nervioso había “recordado” cómo se tiraba al suelo, a los pies del delantero adversario, cuando jugaba de portero en el equipo de fútbol del colegio.
He recordado estos casos al leer un libro escrito por los doctores M.Álvarez Romero y D. García-Villamisar. El libro lleva por título “El Síndrome del Perfeccionista. El Anancástico”. Tal vez haya sido esa palabra –anancástico- la que atrajo mi atención al derivarse del sustantivo griego “ananké” con el que, de una manera general, se designa el detino inevitable, la fuerza del destino, lo que es inevitablemente necesario. Los autores del libro abren la portada con un aserto referido al síndrome que estudian: “Cómo superar un problema tan común como devastador.”
Efectivamente, al adentrarse en la lectura del libro que he citado queda uno impresionado por tres realidades: a) el síndrome analizado se encuentra en multitud de pacientes somáticos, psíquicos o ambas circunstancias a la vez en relación de causa-efecto, siendo conscientes de ello o ignorándolo, pero con una vida mediatizada por el dolor físico o moral; b) que puede encontrarse en cualquier lugar, sin respetar edad, sexo, nivel económico, ambiente cultural, etc; y c), lo más desconcertante, siempre en “perfeccionistas”, gentes que no se conforman con una medianía en su comportamiento, sino que aspiran a hacerlo todo perfectamente y mejor que todos los demás, de cuyo juicio no dejan de estar pendientes. Gentes así incurren en la “manía”, palabra también griega significativa de locura.
Los doctores Álvarez Romero y García Villamisar aducen cientos de casos en demostración de sus tesis. ¿Seremos Vd., lector, y yo que le estoy informando alguno de esos pacientes ignorantes de que lo son? Lo que es cierto es que, al parecer el síndrome del perfeccionista arraiga con facilidad en personas que pretenden ser muy responsables de su conducta y no siguen los viejos consejos que figuraban en el frontispicio del templo de Apolo en Delfos: “Gnothi seautón”= “conócete a ti mismo” y “Medén ágan”=” nada demasiado”, esto es: “Ten conciencia de tus limitaciones, de que eres un ser relativo y no absoluto y “no exageres en tu conducta pretendiendo más de lo que puedes”.
Ya que empecé con anécdotas ajenas, pero no tanto, al libro que comento, preguntaré a sus autores cómo clasificarían al protagonista. Un amigo mío, hace ya muchos años, era funcionario de una empresa estatal, cuya sede central le pedía todos los meses un estadillo tan complicado de conceptos y cifras que era imposible confeccionarlo en el brevísimo plazo que le señalaban para enviarlo. Mi amigo era diligente pero por fuerza -¿por ananké?- lo enviaba perfectamente hecho pero con un mínimo retraso respecto al plazo. Todos los meses recibía una reconvención escrita. Un día se hartó y en el mismo momento de recibir el impreso lo metió en un sobre y, sin poner dato alguno, lo envió a la sede central. Nadie le riñó ni aquel mes ni en los sucesivos que siguió el mismo sistema para cumplir el plazo. ¿Hay “anacásticos” colectivos?